El 2 de abril de 1805, en la isla
de Fionia, nació el hijo de un hombre ensimismado y fantasioso, tallador de
zuecos, zapatero remendón, y de una mujer que, en su infancia, mendigó por los
caminos. Se habían casado dos meses antes y carecían de hogar propio .Durante
muchos años vivieron con los padres de él: un viejo loco, a quien perseguía la
chiquillería por las calles de Odense, y la anciana hortelana del asilo
municipal.
El niño recién llegado al
mundo se llamó Hans Christian Andersen.
Cuando las nubes bajan, y emerge la niebla en las aguas
del Gran Belt, la isla de Fionia parece liberarse de sus ataduras y navegar,
como una leyenda de litoral en litoral.
En esta isla verde, gris y blanca, cuando la primavera
brotaba en los musgosos tejados y la cigüeña rehacía su nido, nació un niño
que, en lugar de brazo derecho, tenía un ala de cisne.
Ninguna de las
gentes entre las que le rodearon tuvo jamás noticia de semejante peculiaridad.
Ni el padre, embebido en los fantasmas que el crujido del cuero despertaba bajo
el ir y venir de la lezna, ni la desposeída criatura que fue su madre, ni aquel
abuelo que vagaba por las calles arrastrando un despiadado cortejo de burlas
infantiles; ni tan siquiera aquella anciana que plantó pálidas rosas del asilo
en unos cajones de madera donde el niño imaginó, un día, el alto y subyugante
jardín de Kay y Gerda. Todos aquellos que asistieron a su niñez, si bien
marcaron hasta la última piel de su conciencia con el hierro candente de la humillación y la melancolía - expresidiarios, alcohólicos, criaturas a la deriva sin oficio ni techo fijo, prostitutas, hambrientos iluminados - se apercibieron, tampoco del prodigio o desdicha que le distinguía.
Solo cuando Ala de Cisne ya había muerto, comenzó a
tenerse noticia de su secreto.
Aunque, en verdad, la mayoría lo ignora todavía.
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